lunes, 6 de febrero de 2012

A propósito de mi Maestría en Teoría Crítica, en Ciudad de México, les comparto este interesante texto. Sobre 17 (en) obra* – Marcela Quiroz Luna

ORIGINAL: Letras Anónimas - LUCRECIA PIEDRAHÍTA


enero 29, 2012 Letras Arte y curaduría, La Historia del Arte todos los dias, Mirada Crítica, 

Hace poco regresé de Ciudad de México donde asistía a mi segundo año de Maestría en Teoría Crítica. Allí tuve la oportunidad de conocer personalmente a Marcela Quiroz, ya doctorada en Teoría Crítica y a quien invité al Homenaje que preparo desde el AUDITORIUM MAXIMUM para John Cage. 
Les comparto este interesante artículo y bello manejo de la escritura, autoría de esta destacada crítica y curadora que presentó en nuestro período de Coloquio en el D.F. 

*Ponencia presentada por Marcela Quiroz Luna en el marco del XII coloquio de 17, Instituto de Estudios Críticos  Casa Refugio Ciltlatépetl | México DF, enero 2012 |  imágenes: cortesía del artista


“…y si, para que algo pase, hiciera yo una promesa?” Roland Barthes. Fragmentos de un discurso amoroso

 La sola intención por pensar en 17 como se aproxima uno a una obra, supondría, por principio, colocar en el arte una importante apuesta de esperanza. Esa misma esperanza por la que Theodor W. Adorno –a pesar de creer, en alguna devastada medida, que efectivamente después de Auschwitz era ya imposible escribir poesía– continuó, sin embargo, escribiendo sobre los acordes fundantes de Beethoven y las palabras desiertas de Celan.

Intuyo así que aquella urgencia –acaso aún más íntima que ‘institucional’– que me entregó en las manos Benjamín Mayer una tarde hace no muchos jueves, apelaba a esa misma y precisa esperanza –radical hasta la médula– que finca en el arte su último y definitivo bastión. Esa tarde, a diez años de historia del 17, Instituto de Estudios Críticos, su fundador hablaba (utilizando conceptos derivados del mundo de la música, respondiendo a su formación/pasión como jazzista) [hablaba] de la necesidad de reconocer ese acorde compartido que, aún cuando silencioso o ensordecido, anima el encuentro entre una obra y su creador. Ese acorde que él mismo hace más de una década concibió como una ‘máquina productora de silencio’ consumada en el tenderse de sí como lazo social.[1] Una máquina –nunca solo individual– ejercitándose en la aventura inter e intra-disciplinar preocupada (es decir, de antemano ocupada por atender ese lugar-en-escucha al cuerpo del otro, el par); preocupada por poner en marcha una discursividad situada al cruce de los caminos académico, cultural y psicoanalítico.



Para iniciar, entendamos al creador no sólo como aquel que ‘factura’ sino también aquel que recibe la obra –y en este sentido es co-partícipe de su creación. Ello nos permitirá entender la obra de arte sobre una temporalidad potenciada ad infinitum que, como ciertos textos ‘escribibles’ –siguiendo a Roland Barthes– conforman y confirman su existencia en activo solamente si acontecen al encuentro con su lector. Así, para seguir las intenciones argumentales de este escrito, entendámonos también como (co)creadores de la obra que hoy es 17; es decir, en tanto nuestra presencia entre sus apuestas ha dejado ya su huella al tiempo del intercambio intelectual y por tanto nos destina creadores-en-compañía, colindancia, confidencia, confabulación y complicidad.

Volvamos así a la búsqueda de ese acorde que con esclarecida intuición me remitió a una suerte de ‘aura’ (siguiendo a Walter Benjamin) detrás de las palabras de Benjamín Mayer conforme ansiaba explicar(me)(se) la naturaleza del encuentro que incansablemente busca ofrecer 17, fincando sus anhelos en la experiencia de compenetración profunda que sucede dentro de quien dispone no sólo su tiempo sino por completo su cuerpo para recibir una obra de arte. Diez años después de fundado 17, quienes lo hemos ido conformando sabemos bien que no es sino en la apuesta radical que involucra la entrega del cuerpo entero, ‘dónde’, cómo y cuando sucede en potencia su ‘obrar virtual’. Ante la propuesta que habría de germinar en estas letras, comprendí que sobre los ejemplos, anécdotas, memorias y planes que entonces me compartía Benjamín, lo que en realidad me entregó esa tarde para poder contar (en cuento y entre cifras) el valor de 17, fue el ‘aura’ de un tiempo creativo (des)andado una y mil veces. Escuchándolo comprendí que el aura que emana la historia temporal de 17, precisa ante todo de cuerpos (como historias) a los cuales enamorar y hacerse en ellos como un juego de variables infinitas que hoy afirmaremos convoca a 17 (en) obra.

Empecemos entonces por detenernos en la textura y tonalidad del ‘aura’ que 17 y sus cuerpos han ido tejiendo como lazos interconectados y ya para siempre dependientes de su obrar en interacción. De imaginarse en vista cenital, 17 sucedería hoy a sus diez años como la mítica Ersilia narrada por Italo Calvino. Esa ciudad tendida de hilos entre casas, plazas, calles y edificios señalando con su tendido los múltiples lazos afectivos, familiares, sociales y laborales que constituían la esencia de la ciudad. Cuando esta compleja telaraña de tantas relaciones intercambiadas resultaba inoperante por saturada, los habitantes de Ersilia tenían que mudarse de tanto en tanto, dejando tras de sí sobre la extensión del territorio ya abandonado, sólo un tendido de hilos entrecruzados que contenía, para quien supiera leerlo y distinguir por ancho y color, todas las historias simbolizadas entre hilos que habían tejido las décadas sumadas sobre una ciudad. Sin embargo, en este tiempo virtual haya que aceptar que la partida de hilos sucede de otra forma, pendiente de una ajena materialidad que más se acerca, como he sugerido de inicio, a una suerte de aura devenida del despliegue tecnológico que desde una ‘plataforma’ (también, a su manera territorial) nos conecta entre interfases. Así será que para entender el tiempo en que se ha constituido el tendido de relaciones entre las que circula aquella primer promesa enunciada (aún si a sus adentros) por Benjamín Mayer, hemos de perseguir la cadencia que de ella emana intuyendo que entre sus residuos se devela quizá con la misma intensidad ese tiempo de intercambio como origen prometido.

Siendo el ‘aura’ un concepto puesto en el mapa de la teoría de la imagen fotográfica por Walter Benjamin a mediados de la década de 1930, desde entonces su condensar por virtud impreciso ha sido en realidad vagamente entendido, si bien extensamente citado. Por ello propongo invertir(nos) en tiempo-común para precisar, participando de ese mismo ánimo esperanzado que le insufló, los contornos de sus valles al recorrer de la presente ponencia.

Se recordará que la primer mención que el autor de Los Pasajes hiciera del término ‘aura’ sucedió –no, como suele pensarse en el multicitado ensayo de La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1935), sino unos meses antes entre las memorias nostálgicas de la Pequeña historia de la fotografía (1934). Fue ahí (y con ese ánimo) donde Benjamin habló por vez primera de la ‘irrepetible aparición de una lejanía por cercana que ésta pueda estar’;[2] aquella que conseguían apresar tan sólo algunas imágenes fotográficas, en su mayoría, aquellas creadas durante los albores de la técnica. Más adelante, el autor –acaso también incómodo ante la aparente imprecisión de su (in)definición del ‘ser’ del aura– habría de intentar otros varios señuelos para explicar al lector qué era aquello que, frente a un puñado de imágenes, le hacía efectivamente ‘participar’ de un cierto ‘estado’ o condición de afección. Iremos visitando algunas de sus de-signadas (im)precisiones sobre el ánimo y los sentires del cuerpo al transcurrir de estas palabras.

Por principio, sea importante resaltar que aquello que Benjamin buscaba describir del ‘aura’ consistía en realidad en un estado perceptivo extendido y sostenido sólo y si frente a una pequeña (y entonces aún aparentemente estática) ventana fragmentada del mundo. Un ‘aura’, afirmaba Benjamin en 1934, “que daba seguridad y plenitud a la mirada que la penetraba”[3] (refiriéndose al penetrar del espectador entregado a la imagen). De esta condición compartida, copartícipe, co-creada y fragmentaria desde, dentro y sobre la que era dable para enlazar una mirada penetrante hasta esa ‘lejanía’ que en ciertas fotografías parecía brindarnos la posibilidad de co-presencia con el espacio y tiempo retratados, es de donde hemos de derivar lo que considero el origen de la posibilidad de responder al llamado de Benjamín Mayer para intentar explicar cómo es que se puede entender, describir y penetrar 17, en tanto obra aurática.





Estamos entonces frente a una lejanía que de cerca nos enamora apresada entre los confines (en potencia infinitos) de una ventana tendida –horadada y extraída– del continuo que damos por entender como realidad. [Esa misma ventana que hoy ha derivado en un formato digital y que entre usuarios ‘críticos’, llamamos plataformas y foros de diálogo en seminario.] Para participar del mundo que esa ‘ventana’ despliega o repliega, dependemos, al menos, de un momento de coexistencia-en-compenetración. De otra forma no supondrá para nosotros, como entonces el resto de las imágenes fotográficas para Benjamin, sino una planimetría desauratizada, carente de contenido, enlazamiento y potencia.

Es así que supongo necesario aceptar y asumir –para poder afirmar con Benjamin– nuestra esperanza en la existencia todavía de algo por lo menos semejante a ese ‘pasaje’[4] o estancia-de-tránsito (transición o trance) que llamó ‘aura’. Una suerte de ‘pasaje aurático’ que resultaría imposible de recorrer sino desde un estado en disposición fundante.

Resulte pertinente hablar entonces del tiempo habitable al que da lugar el ‘aura’ de la obra de arte si en su estar sucede la experiencia compartible entre la pieza y el espectador. Este tiempo que se construye o se distiende sobre una ‘irrepetible lejanía por cercana que pueda estar’ pervive de características empañadas por un cierto nublamiento. Sostengo que ante esa mirada compuesta de tiempo que frente a la obra permite habitarla-en-aura se anticipa una textura nublada pues en ella, irremediablemente, se condensa lo lejano respondiendo a un fenómeno físico/óptico pertinentemente llamado: ‘círculos de confusión’.

La óptica nos dice que debemos a esos ‘círculos de confusión’ y sus efectos el recorrido brumoso antepuesto al cuerpo que acepta co-existir en la temporalidad que destina al aura. Para entender sin excedida complejidad lo que a nuestros intereses significan esos ‘círculos de confusión’ digamos que cuando los rayos luminosos que desde los cuerpos lejanos rebotan hasta encontrarse con la retina, éstos recorren una distancia considerable antes de volver a unirse como cuerpos concretos o formas reconocibles dentro del ojo/cerebro de aquel que hace por ver. Pecando de una cierta laxitud científica, pensemos que durante ese espacio-recorrido sucede una cierta ‘turbación’ que se materializa en la creación de miles de pequeños círculos imprecisos que – quizá a pesar de sus propias intenciones o anhelos– no logran ser sino contornos confusos. La causa está en que estos puntos de luz reflejada no sostienen la nitidez-en-cercanía con la que fueron emitidos por los cuerpos de origen, siendo que en el recorrer de esa ‘lejanía-en-proximidad’ que constituye el aura, han padecido de un estado de imprecisión vibrado-por-separación [me imagino, algo parecido a esa llamada ‘angustia de separación’ (separation-anxiety)]; configurando así los bordes de los cuerpos como texturas difusas. Personalmente me gusta creer que lo que origina esa vibración que texturiza los contornos –y al hacerlo nos da a entender que aquellos cuerpos menos nítidos en sus perfiles se encuentran más lejos de lo que hubiera dar a la mano– tiene que ver con el amor; como también con el reconocer de la singularidad en su compleja y clara potencia.

Sigamos entonces sobre la textura de los contornos. En sus fragmentos de un discurso amoroso Roland Barthes afirmaba que, por lo general, el discurso amoroso ‘es una envoltura lisa que se ciñe a la imagen, un guante muy suave en torno al ser amado.’ Nitidez superficial tan frágil como el reflejo de Narciso, y así, advirtiera Barthes, cuando se altera la imagen con la que se ha decidido representar al amado, sucede ‘una conmoción [que] trastoca [incluso] el propio lenguaje’[5].

Haya que esclarecer entonces que no es sino al enturbamiento del amor sobre el influjo del deseo, cuando el aura hace su aparición entre el sujeto y su deseante. Antes de este momento en el que se lucha con todo el cuerpo por el ‘acercamiento de lo lejano’, esa imagen, LA imagen del amado existe por completo desentendida de los riesgos visuales y verbales que traerán consigo los círculos de confusión y la cadencia impronunciable de nuestro deseo.

Es posible que todos los aquí presentes sepamos bien qué poco dura, por lo general y por fortuna, esa imagen nítida del amor idealizado –a distancia de aquella que sostendremos como realidad compartible en lo cotidiano. De mantenerse esa cubierta lisa y suave que recubre ‘lo adorado’ terminaría quizá por alisarnos también hasta hacernos carecer de palabra.

He ahí la verdadera amenaza cifrada por ese otro amante de las fotografías auráticas, Roland Barthes, quien encuentra los efectos más potentes del desamor en el terreno de la escritura. ‘Reflujo de la imagen’ le llama a este nublamiento del lenguaje; considerando que, antes de este instante turbulento, la imagen del amado existía de forma tan precisa y perfecta que no cabía lugar ni tiempo para derivar desde ella hacia otros pasajes o texturas. Pero –y he ahí su condena– ese exceso de precisión cancelaba también y de tajo, nuestra posibilidad distendida para acercarnos a ella y permanecer recorriendo sobre la bruma de sus contornos, los misterios que entre inclemencias comporta la habitabilidad del tiempo; ante una imagen tan absolutamente nítida de palabras, no hay posibilidad de respirar con ella, el aura.

Empiecen a condensarse las razones por las que a diez años de ese primer enamoramiento de círculos confusos que debió haber aquejado al fundador de este Instituto, hoy podemos ver en 17 los contornos tan (im)precisos como desbordados de una obra que sabe jugar sus distancias para acercar enamorados.

Sin embargo, también sabemos (o gustamos creer) que no todo en el amor es confusión, ni embelesamiento; o al menos, no lo es todo el tiempo. Sería más apropiado decir que en la economía del amor se juega con un par de dados sin marcas fijas ni ciertas y que, en cambio, lo que pretende darse a quien se quiere entregar en prenda, es tiempo (sí, posiblemente sea ese tiempo respirado del aura). Pero ya nos ha advertido Jacques Derrida sobre esta pretensión: “El tiempo, en todo caso, no da a ver nada. Es, como poco, el elemento de la invisibilidad misma. Sustrae todo lo que se podría dar a ver. Él mismo se sustrae a la visibilidad. No se puede sino ser ciego al tiempo, a la desaparición esencial del tiempo y eso que, en cierto modo, no hay nada que aparezca que no exija y tome tiempo.”[6] Confirmando la invisibilidad o –visibilidad en extracción– del tiempo entre las condiciones derridianas para hacer venir aquello que puede ser dado, parecería impensable intentar hacerse del 17 sino siguiendo los perfiles ciegos de aquella promesa lanzada como germen de acontecimiento (pace Barthes), como el aura también compuesta de una ‘trama particular de espacio y tiempo’.[7]


Apostemos el cuerpo imaginario de esta deriva al ejemplo de una obra sucedida entre el haber de un artista brasileño cuyo trabajo siempre ha condensado para mí el aura de una hospitalaria promesa: Rubens Mano. [dos de cuyas obras he proyectado ya sobre estas palabras]. Me detendré sin embargo, sólo en una de entre su cuerpo de obra de las últimas dos décadas. Una imagen que aquella tarde, mientras escuchaba a Benjamín Mayer, vino a mi memoria plena de un compromiso y un secreto todavía no descifrados; factores ambos que cifran las razones enunciadas e intuidas de un cuerpo que ansía apostarlo todo. [Sin duda, por ello es que una vez enfrentado a la textura de la ‘acercada-lejanía’ que condensa esta imagen, Benjamín la eligió como ícono, recordatorio y referente de este doceavo coloquio.]

En contexto digamos que es ésta una fotografía ideada a mediados de la década de 1990 en Sao Paulo como enunciación crítica sobre el sistema y mercado del arte, que sin embargo, bien podría haber sido creada al tiempo y contexto presente para albergar las necesidades e inquietudes que frente a ella despiertan nuestros recuerdos más profundos –aún si por venir. Let’s play (Juguemos) se nos entrega así desde su primera lejanía con la venia de su autor en señal de un pacto, promesa suspendida, que nos habilita y confía a nuestra mirada el despertar de un compromiso –aún y por estar inscrito entre términos imprecisos de temporalidad invisible– que nos sitúa en capacidad de co-crearle y en su encuentro sostener los argumentos que estas palabras ponen ya en juego al compartir de sus elementos y similares intenciones.



Esta fotografía que condensa la incitación directa que la titula: ‘Juguemos’, fue retratada por Rubens Mano en un momento sumamente activo de su carrera; sin embargo, la imagen no se imprimiría sino años después para convertirse en vórtice de la que habría de ser su última exposición en la galería paulista con la que había crecido al transcurrir de la década de los noventa y de cuyos intereses ahora se distanciaba. Entre silencios entendidos, Rubens me ha comentado que durante el tiempo expuesto ante el que colocó (su cuerpo a un lado de, apostado por) esta imagen, su lugar como creador ansiaba distanciarse de los entrecruces especulados y los juegos semánticos que desde su desencantada posición avistaba con la limpidez –no carente de sarcasmo– de un par de dados pre-marcados (es decir sostenidos antes del marcaje numerario que los define y asigna en utilidad y sentido ‘práctico’, justificable). En su lugar, un par de dados ‘limpios’ que ­–aún desde su concepción predestinada– parecen sostener ya sobre sus seis lados un reducido y ciertamente previsible conjunto de resultados, signados e inescapables. Y sin embargo, Rubens se decidió por un juego de dados de-valuados. Alejarse del juego mediático y mercantil de la escena del arte contemporáneo; desprenderse de aquel predicho y limitado conjunto de resultados; era lo que buscaba el artista al colgar en uno de los muros (sobre los clavos que el arrista decidió hacer-restar imperturbados como vestigios vaciados de la museografía anterior) su nueva y desheredada apuesta de lisos contornos.

En concordancia con el impulso responsivo y responsable sobre lo real que significó la colocación de su obra sobre el espacio-en-tiempo ‘de otro’ (aquel que había dejado su espacio elegido entre clavos), la imagen creada por Rubens Mano se negó a depender de lo que pudiera lograrse con un trucaje digital para eliminar los numerales de un par de dados ‘normales’. En cambio, el artista persiguió hasta conseguir los blancos dados antes de ser ‘significados’ en una vieja fábrica de Sao Paulo. Mano decidió apostar la venta por un par ‘inservible’, inocuo, a-signado [apelando estrictamente a la función etimológica del prefijo ‘a’ como negación o falta de], par cuya volumétrica faz exhibiera su carencia de valor numerario al enfrentamiento sesgado de su serialidad; iterabilidad en resto que aún resultaría suficiente para fundar la singularidad de su apuesta residual.

Y sin embargo, este par dado en (el) blanco juega una apuesta aún más alta que la que pudiera haber podido lanzar la mano más aventajada en tiros, apareamientos y probabilidades con un par reglamentariamente numerado; siendo que su a-significación numeral despliega tanto como repliega la extensión de un universo indescifrado que alberga las incontables posibilidades que su cuerpo, forma y lectura confabulan. Incluso si se decidiera creer que frente a ese par de dados limpios, la única tirada posible se había condenado a (des)configurarse en un mismo apareamiento estéril; en realidad, ese acompañamiento de cuerpos cúbicos ha de entenderse como un logro extraordinario de condensación de todas las posibilidades-en-cercana-lejanía que entre la vida y el arte aún esperan inadvertidas. Con esta imagen, Rubens Mano nos hace jugar con dos cuerpos sin marca ni valor pre-asignado condensando el espacio y potencia de inscripción de todas y cualquiera; de todas y ninguna; de todas sin una; nos hace ser cómplices de la marca injerta de un par singular que habilita la inscripción de un pensamiento que reconoce su estar siempre en-construcción y apuesta por su incompletud sobre una seguridad vaciada de garantías sino aquella que defiende y define al ser-en-complicidad, al ser acompañado.

En sus Paralipómenos, T. Adorno aseguraba que ‘las obras de arte exponen las condiciones como un todo, el estado antagónico como totalidad.’[8] Confiando en que de este orden e intensidad participa la razón principal de existencia de un obra de arte ‘verdadera’ (como llamara Adorno a aquellas obras que para existir se consumen), la mano del hombre que sostiene un par de dados a-signados afirma con vehemencia la potencia (in)cierta de su destino, tan manifiesto como oculto; sostenido y móvil; pleno de antagonismos singulares que no hacen sino dar lugar al reconocimiento heterotópico de las posibilidades de acción de un sujeto que reconoce en sí el impulso creador afirmado en la apuesta de su propia existencia.

Los dados blancos de Rubens conllevan sobre el continuo de sus bordes la potencia en tensión asumida y enfrentada sólo por aquellas obras de arte que concuerdan –de nuevo con Adorno– en hacer de ese juego heterogéneo y confesado de tensiones, el ‘concepto estético de su forma’.[9]

Al exponer su recurso, Rubens confiesa el secreto de su condición antes del marcaje; antes de la asignación numérica; en un estado previo al juego que, aún sin empezar, se teme ya absorbido por la economía del mercado, los supuestos, las expectativas y la especulación. Los dados de caras todavía no-valuadas no acontecen como trampa encubierta sino en rendición esperanzada y disposición dada. No existirá en su lanzamiento el tiempo escindido de la traición; el azar que el artista pone en juego en esta obra asume plenamente su existencia falible de ser ‘tirado’ sobre una mesa de juego tendida y dictaminada por reglas impuestas.

Y así como esos dados de tiro ciego develan la estrategia de ‘la moneda falsa’ (alianza, traición, rechazo del dar y negación del deseo, pace Derrida/Baudelaire),[10] anuncian también la posibilidad de la ‘casilla vacía’ y dan lugar al movimiento de la diferancia derridiana. Para respetar la posibilidad de lo reemplazable y ejercitar la potencia latente de lo inamovible; no con ánimo de vencer ni defraudar, sino para potenciar la inflexión del sentido. Es en esa gestión desplazada, diferida del sentido asumido de la palabra, de la obra, de los dados o de la institución, en la que –en forma asombrosamente similar al gesto del artista brasileño– 17 fincó también la esperanza de su jugada, dejando expuesto el resquicio de su apuesta y movilidad germinal en la inscripción de una pausa inscrita como una ‘coma’ que lleva injerta la invisibilidad del tiempo en su nombre propio.

Creo poder afirmar que durante estos diez años de 17, su obrar ha sido también parecido a un secuencia de tiros ciegos (más no enceguecidos), desnudados de asignaciones de valor convencional; con la confesada consigna de moverse entre los huecos de las cifras y conteos mal justificados y los saberes añejos que gustan defenderse afincados detrás de un mismo par de ases. Los tiros ciegos con que se juegan las obras –aquí acompa(ñ)sadas entre Rubens Mano y 17, Instituto de Estudios Críticos– afirman en su condición de esperanza desplegada los riesgos de sus propias apuestas; y al hacerlo, retan los vacíos de las memorizadas oquedades, ya despintadas, de un mismo número de dados gastados de tanto pasar entre los dedos de un pulso aventajado en negación de todo potencial crítico. Tirar ciego es dar lugar al recuerdo que guarda la mano que sabe que lleva inscrita no sólo la posibilidad sino la memoria del accidente.[11] Tirar ciego es asumirse en-aura, siempre tan cerca y tan lejos de resguardar los sentidos más íntimos de la obra que urgimos co-crear asumiendo el ‘precio’ de ‘perder’.

Explicando la confesión insidiosamente dada en La moneda falsa de Baudelaire, Derrida asegura que “el don, como el acontecimiento, debe seguir siendo imprevisible, pero [debe] seguir siéndolo sin resguardarse.”[12] Es ésta su condición común, dice el filósofo argelino, su incondicionalidad. Una partida de dados ciegos pervive así de este mismo estado-sin-resguardo; continuamente entregando otro juego de movimientos ya para siempre imprevisibles, desnudados de asignación y de lectura unívoca.

Apostar hoy por una institución-que-no-lo-es y que obra al enceguecimiento de bordes desde las coordenadas del participante activo, mudable, que siempre está(restando en ausencia) y permanece por venir,[13] permite asumirse en la potencia del desgarramiento de trama y la entrega imposible del don frente al que Derrida enjuiciara la ‘moneda falsa’. Como aquellas obras por las que sobrevivieron actuando en el pensamiento hombres como Adorno, Barthes, Benjamin, Derrida…, 17 es una obra que se da sin conciencia plena de su tirada; confiando aún en la heterogeneidad de un tiro no designado entre cifras limitadas; gestando su confidencia en el apareamiento de singularidades. En el par dado (entregado a su ceguera conjunta) está afirmada la espacialidad que da lugar a esa entrega involuntaria, azarosa, imprecisa e incalculada que funda la creación en intención, disposición y ejercicio pleno del pensamiento crítico en la palabra.

No hay ‘dar’ –y por ende, no hay obra– si no está en su ser-acontecimiento esa imprevisibilidad de consecuencias[14] que inscribe en todo acto, el riesgo de perder (el afecto, la esperanza, la palabra, la intención). La mano extendida del artista brasileño –tendida para ser mostrada venciendo los efectos de la gravedad– entrega lo que Derrida escribiera animando el dar desmedido (imposible de serlo): “por el deseo de crear un ‘acontecimiento’: no sólo por el deseo de producir un acontecimiento imprevisible a partir de sus causas o de sus condiciones en un solo golpe de suerte, sino de ‘crear’ un acontecimiento imprevisible en sus consecuencias”.[15] Ésta sería para mí una explicación idónea para confesar los para qués más íntimos y primigenios que desplantan el origen de un instituto investido de acontecer. Por enunciarlo en una sola y sencilla frase: 17 es (en) obra. Se constituye a sí en el movimiento mismo con que intenta generarse un cuerpo compensado y acompasado por otros; de tal suerte que no baste hacerse de un cuerpo de obra ‘titular’, sino hacerse aconteciendo al tiempo, siempre y de nuevo apostado, rodado entre cuerpos, (restando como esa marca derridiana que no se deja verter hacia el sentido) en el entendido imaginario de un resultado imprevisto pero compartido sobre diversos frentes [entre disciplinas en construcción de tan variadas texturas de pensamiento y formatos de entrega como aprenda el cuerpo a imaginar (verbal, escritural, visual, editorial, etc)]; resultado imprevisto que será en la intensiva revelación de su(s) forma(s) como revista los cantos desnudos de un infinito par de dados.

Después de un cierto tiempo de acompañar en reflexiva complicidad la incitante intriga que funda la imagen en obra contenida que hasta ahora hemos sostenido en aura: Let’s Play (Juguemos), se habrá ya advertido que son los dados de Mano los que abren la mano, fecundan la mirada y prometen un desenlace-en-suspensión, mientras se sostienen anticipando (sin temer) la aparente inminencia de la caída. Pues en este gesto contenido, destinado, seductoramente anhelante y a todas luces esperanzado que se tiende sobre la mano abierta está también inscrita, en su invisibilidad, la posibilidad dada (por dado) en todo juego de azar, que trae consigo la pérdida, el daño y un irremediable fracaso como desenlace tan imprevisible como inminente.

Destino o destierro, la mano extendida que decide mostrar su juego ante y hacia el otro, entregando la suerte de su estrategia, se tiende a distancia del cuerpo propio participando todavía de una aura de intimidad en resguardo, pero ya claramente dispuesto a comprometerse con aquella(s) lejanía(s) que le complementa(n); una mano abierta que entre sus humildes contornos ofrece la potencia inconmensurable de su ser-promesa. Habita este impulso que desenlaza una mano extendida [anticipando el riesgo que precipita(rá) al cuerpo ciego, siguiendo a Derrida] [habita] un profundo e inesquivo anhelo por traspasar(se en) los confines de su aislamiento.

Si recordamos que los confines designan la última extensión discernible a la mirada entre la que se tienden las tramas de una obra –algo así como lo que en teoría literaria se reconoce como los ‘horizontes de expectativa’– resuenan los mismos términos con los que avistamos los extremos conjugados del aura. Confinado, el cuerpo del ciego que extiende la mano,[16] reconoce a su vez los confines invistos de su encuentro –de nuevo posible– con el mundo al precio apostado de un par de dados velados de invisibilidad.

Hace algunas noches platicaba con el artista sobre los motivos de su obra y de estas letras, preguntando por aquellos horizontes desplegables entre los resquicios de las jugadas no-maestras que hacen por resistir los acomodos del sistema del arte y las instituciones que fincan la cultura. Rubens recordaba-en-par entre los territorios de la aritmética la existencia de ese término llamado ‘intersección’ para nombrar el encuentro –de otra forma imposible– de dos o más conjuntos como realidades disímiles, que en cierto canto comparten un flanco homólogo ante el cual se reconocen y fundan un sub-conjunto, desde entonces asible a la mano en complicidad compartida y comportada. El terreno dispuesto que anima la intersección y desborda la individualidad, como los desdoblamientos habitables a los que dan lugar los horizontes de expectativa, confirman la posibilidad de seguir enamorando la textura anímica que supone la experiencia perceptiva del aura, no ya exclusivamente al entorno de la obra, sino como se ha ya sugerido, entre la obra y un espectador dispuesto a apostar todas sus certezas al recorrido de ese pasaje co-creador.

Confirmación plena para la mirada, como agradecía Benjamin, ese encuentro en-obra durante el que se devela la sustancia nombrable de una estancia común, es ya la emanación de un estado en disposición suficiente para ver(se) a través del cuerpo del otro; suficiente para dejarnos en vilo entre los imprevisibles devenires que comporta una mano extendida que no toma, entrega; que no cuenta, confiesa; que no espera, promete.

Asegurarse así en la promesa del ‘horizonte de expectativa’ entre palabras, como en la coincidencia singular del encuentro de ‘intersecciones’ entre asignaciones numéricas antes de entonces irreconciliables, permite considerar que, si se comparte al menos un mínimo grado de ceguera reconocible a la mano sobre los contornos propios por ajenos, hay, habrá todavía, tiempo y lugar para seguir inventando las razones que nos permitan jugar con una ‘coma’ sobre los flancos de un nombre que comienza con un número que se resiste a ser (des)cifrado por un ‘arreglo’ del azar. Y, si tenemos suerte, los próximos diez años, seguiremos imaginando sus consecuencias entre pares imperfectos.

Juguemos…



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*Ponencia presentada por Marcela Quiroz Luna en el marco del XII coloquio de 17, Instituto de Estudios Críticos, México DF, enero 2012.
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Notas

[1] Según lo confesaba Benjamín Mayer en su ponencia NOVO ORIGEN, SIN SALVADOR, presentado en la Casa-Museo León Trotsky en 2011 y presentada en relectura durante el presente coloquio, Pensar críticamente en acto.
[2] “¿Pero qué es propiamente el aura? Una trama muy particular de espacio y tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar. […] hacer las cosas más próximas a nosotros mismos” En Discursos interrumpidos I. p 75.
[3] Ibid. Benjamin. p 72.
[4] Proponiendo considerar al ‘aura’ como una especie de primer pasaje benjaminiano anarquitectónico; lo que nos permitiría situar en ella el germen de su pasión posteriormente confesada en plenitud sobre la complejidad y riqueza cultural y estética de las experiencias apresadas en los pasajes comerciales parisinos.
[5] Barthes. Fragmentos de un discurso amoroso. México: Siglo XXI. 1983 (1977). p 36.
[6] Derrida. Dar (el) tiempo. La moneda falsa. p 16.
[7] Recordando nuevamente una de los intentos de Benjamin por definir la consistencia del aura.
[8] Adorno. Teoría estética. Madrid: Akal. p 428.
[9] Ibidem.
[10] En su ensayo Dar (el) tiempo. La moneda falsa, Derrida trata con especial lucidez ese juego de intercambio que promete sin conceder toda relación aventajada. Lo hace a partir del relato homónimo de Baudelaire. Pero lo que en aquella historia se hace esquema, va más allá del intercambio ventajoso por aquel que, dueño del secreto, anula el valor que ostenta; pues no será él quien se afirme en la entrega de un valor singular al devenir del relato sino la figura otra que en la obra no da la espalda aún en un escenario carente de respaldos, apostándose incluso por ser escucha de la urgencia ajena con que se constituye el engaño.
[11] En Memoirs of the Blind, Derrida reflexiona sobre esta desdoblada condición temporalmente injustificable por caminos de la razón y sin embargo, corporal y emocionalmente comprobable, una y otra vez. A su manera, Barthes estaba de acuerdo al escribir-en-empatía: “Pero ‘el temor clínico al desmoronamiento es el temor a un desmoronamiento que ha sido ya experimentado (primitive agony) […] y hay momentos en que un paciente tiene necesidad de que se le diga que el desmoronamiento cuyo temor mina su vida ha ocurrido ya’.” Op.Cit. Barthes, Fragmentos… . p 38.
[12] Derrida. Dar (el) tiempo. La moneda falsa. Buenos Aires: Paidós. 1995. (1979) p 122.
[13] Recordemos que Derrida sitúa la escritura como marca ni presente ni ausente; como también su constitución de la restance para decir la resistencia que permanece en la estructura de la marca, sin ser un signo –como los dados ciegos, que restan (resisten) en cuerpo, pero en blanco. (Glas / No escribo sin luz artificial)
[14] Ibid. p 123.
[15] Ibidem.
[16] La mano extendida del ciego anticipa la caída; la trae consigo. Sobre sí el cuerpo que juega con su propia ceguera trae ya encima, portado, el riesgo, según lo explica Derrida sobre los trazos del dibujo.

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