Agorafobia [1
«No se puede concebir un retorno al pasado en el marco de la democracia» (Claude Lefort, «Derechos humanos y Estado de bienestar»).
¿Qué quiere decir que el espacio es «público», el espacio de una ciudad, edificio, exposición, institución u obra de arte? A lo largo de la pasada década [de 1980 esta cuestión ha provocado enérgicas discusiones entre críticos y críticas del arte, de la arquitectura y del urbanismo. Son asuntos importantes los que están en juego en estos debates. El modo en que definimos el espacio público está íntimamente ligado a nuestras ideas relativas al significado de lo humano, la naturaleza de la sociedad y el tipo de comunidad política que queremos. Si bien existen claras divisiones en torno a estas ideas, casi todo el mundo está de acuerdo en un punto: apoyar las cosas que son públicas promueve la supervivencia y expansión de la cultura democrática.. Por tanto, a juzgar por el número de referencias al espacio público que encontramos en el discurso estético contemporáneo, el mundo del arte se toma la democracia en serio. Cuando, por ejemplo, quienes en la administración se ocupan de las políticas artísticas y los funcionarios municipales bosquejan directrices para situar al «arte en los lugares públicos», utilizan rutinariamente un vocabulario que invoca los principios tanto de la democracia directa como de la representativa: las obras de arte ¿son para «el pueblo»?, ¿animan a la «participación»?, ¿están al servicio del «electorado»? La terminología del arte público alude con frecuencia a la democracia como forma de gobierno, pero también a un espíritu democrático igualitario en general: esas obras de arte ¿evitan el «elitismo»?, ¿son «accesibles»?
En lo que respecta al arte público incluso los críticos neoconservadores —para nada ajenos al elitismo en asuntos artísticos— están con el pueblo. Históricamente, por supuesto, los neoconservadores han puesto objeciones a lo que Samuel P. Huntington llamó en una ocasión el «exceso de democracia»: el activismo, las demandas de participación política, así como el cuestionamiento de la autoridad gubernamental, moral y cultural. Tales demandas, escribió Huntington, son el legado de «la oleada democrática de los años sesenta» e impiden el mando democrático por parte de las élites. Vuelven ingobernable la sociedad porque el gobierno se hace demasiado accesible: «Las sociedades democráticas no pueden funcionar cuando la ciudadanía no se mantiene pasiva.» [2 Hoy, empero, los neoconservadores dicen que el gobierno es excesivo y atacan la «arrogancia» y el «egoísmo» del arte público, especialmente el arte público crítico, precisamente en nombre de la accesibilidad democrática, del acceso del pueblo al espacio público. [3
Las opiniones acerca de la más conocida controversia reciente sobre el arte público, el desmantelamiento de Tilted Arc de Richard Serra en la Federal Plaza de Nueva York, al menos las opiniones de quienes se opusieron a la preservación de la escultura, también enfocaban la cuestión desde el punto de vista de la accesibilidad democrática. «Hoy es un día de satisfacción para el pueblo», declaró William Diamond, miembro del programa Arte en la arquitectura del Gobierno Federal, el día que Tilted Arc fue destruido, «porque ahora la plaza vuelve merecidamente al pueblo.» Pero quienes apoyaban la escultura, en sus testimonios durante el juicio oral que habría de decidir la suerte de Tilted Arc, defendieron igualmente la obra bajo el estandarte de la democracia, sosteniendo el derecho del artista a la libertad de expresión o afirmando que el juicio en sí mismo aniquilaba los procedimientos democráticos. [4
Hay incluso quienes, igualmente comprometidos con el arte público pero reacios no obstante a tomar posición en tales controversias, buscaron resolver las confrontaciones entre artistas y otros usuarios del espacio mediante la creación de procedimientos generalmente descritos como «democráticos»: la «implicación comunitaria» en la selección de las obras de arte o su «integración» en los espacios que tales obras ocupan. Puede que tales procedimientos sean necesarios, en algunos casos incluso fructíferos; pero dar por hecho que se trata de procedimientos democráticos es presumir que la tarea de la democracia es calmar, y no sustentar, el conflicto.
Y sin embargo no hay tema más disputado que la democracia, la cual, como muestran incluso estos pocos ejemplos, se puede tomar seriamente de muchas formas. La emergencia de dicho asunto en el mundo del arte forma parte de una irrupción mucho más extendida de debates relativos al significado de la democracia que actualmente tienen lugar en diversos ámbitos: en la filosofía política, los nuevos movimientos sociales, la teoría educativa, los estudios legislativos, los medios de comunicación y la cultura popular. Es por su condición de contexto de tales debates —y no, como afirman con frecuencia sus teóricos, porque el arte público esté situado en lugares públicos a los que todo el mundo puede acceder— que el discurso sobre el arte público va más allá de los límites de las arcanas preocupaciones del mundo del arte.
La cuestión de la democracia ha surgido internacionalmente, por supuesto, por las denuncias planteadas frente a los gobiernos opresores racistas africanos, las dictaduras latinoamericanas y el socialismo de Estado soviético. Se nos quiere vender que tales denuncias son el resultado del «triunfo de la democracia», equiparándolas con las supuestas muertes del socialismo y del marxismo, de tal manera que la democracia se convierte en un lema que encubre las incertidumbres de la vida política contemporánea. Pero dichas denuncias arrojan también dudas sobre ese tipo de retórica sobre el triunfo de la democracia, planteando la cuestión de la democracia, precisamente, como una cuestión.
La preocupación de los teóricos y teóricas de izquierda por las incertidumbres de la democracia se debe no solo al descrédito en que recientemente puedan haber caído los regímenes totalitarios. Hace ya tiempo que izquierdistas de todo tipo, preocupados por la ceguera de marxistas ortodoxos y del propio Marx en lo que se refiere a las ideas de libertad y derechos humanos, tomaron conciencia de que el totalitarismo no es sencillamente una traición al marxismo. Las formas más fosilizadas del marxismo han mostrado tal celo en denunciar la democracia burguesa como forma mistificada del dominio de clase capitalista y en insistir en que solo la igualdad económica garantiza una democracia verdadera o «concreta» que, como alguien escribió, han sido «incapaces de discernir entre la libertad en la democracia y el servilismo en el totalitarismo.» [5 Pero el rechazar tanto las nociones economicistas de la democracia como el totalitarismo no es motivo para sentirnos cómodamente en el anticomunismo. Porque, tal como de forma sensata nos recuerda Nancy Fraser, «existe aún mucho que objetar a nuestra democracia realmente existente.» [6 Voces poderosas en Estados Unidos convierten con frecuencia la «libertad» y la «igualdad» en eslóganes bajo los cuales las democracias liberales de los países capitalistas avanzados se nos muestran como sistemas sociales ejemplares, el único modelo político al que pueden optar los países que salen de dictaduras y del socialismo realmente existente. Y sin embargo, el inexorable ascenso de la desigualdad económica en las democracias occidentales desde finales de la década de 1970—con Estados Unidos a la cabeza—, el crecimiento del poder corporativo y los feroces ataques a los derechos de los grupos sociales prescindibles revelan cuán peligroso es adoptar una actitud celebratoria. Enfrentándose a la tesis de Francis Fukuyama según la cual la lucha contra la tiranía tiene como final inevitable la democracia capitalista, Chantal Mouffe escribe: «Hemos de reconocer que, en realidad, la victoria de la democracia liberal se debe más al colapso de su enemigo que a sus propios éxitos.» [7
Ha surgido al mismo tiempo una fuerza democrática compensatoria que consiste en la proliferación de nuevas prácticas políticas inspiradas por la idea de los derechos: movimientos por el derecho a la vivienda, a la vida privada y a la libertad de movimiento de las personas sin vivienda [homeless, por ejemplo, o declaraciones en favor del derecho de gays y lesbianas a una cultura sexual pública. Con el objetivo de conseguir reconocimiento para las particularidades colectivas marginadas estos nuevos movimientos defienden —y extienden— derechos adquiridos, pero también propagan la exigencia de nuevos derechos basados en necesidades diferenciadas y contingentes. A diferencia de las libertades puramente abstractas estos nuevos derechos no eluden tomar en consideración las condiciones sociales de existencia de quienes los reclaman. Y aunque tales nuevos movimientos cuestionan el ejercicio del poder gubernamental y corporativo en las democracias liberales, se desvían de los principios que han sustentado los proyectos políticos tradicionales de la izquierda. Concentrándose en la construcción de identidades políticas en el seno de la sociedad y en la formación de alianzas provisionales con otros grupos los nuevos movimientos toman distancia frente a las soluciones totalizadoras a los problemas sociales. Rechazan asimismo ser dirigidos por unos partidos políticos que se autoproclaman representantes de los intereses esenciales del pueblo.
A lo largo de las dos últimas décadas determinadas pensadoras y pensadores políticos de izquierda han buscado, por un lado, abrir espacio para estas nuevas modalidades de lucha política y, por otro, enfrentarse a la experiencia del totalitarismo. Este doble objetivo ha movido a intelectuales como Claude Lefort, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Étienne Balibar, Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe, entre otros nombres, a renovar las teorías de la democracia. Uno de los iniciadores de tal proyecto es Lefort, filósofo político francés quien a comienzos de la década de 1980 planteó algunas ideas que desde entonces son clave en los debates sobre la democracia radical. El distintivo de la democracia, dice Lefort, es la desaparición de las certezas acerca de los fundamentos de la vida social. La incertidumbre hace del poder democrático la antítesis del poder absolutista monárquico con el cual acabó. Desde el punto de vista de Lefort la revolución política burguesa que tuvo lugar en Francia en el siglo XVIII inició una mutación radical en la forma de la sociedad, una mutación que Lefort llama, siguiendo a Alexis de Tocqueville, «la invención democrática.» La invención democrática forma un todo con la Declaración de los Derechos del Hombre, un acontecimiento que desplazó la ubicación del poder. Todo el poder soberano, afirma la Declaración, reside en «el pueblo.» ¿Dónde se localizaba previamente? Bajo la monarquía el poder tomaba cuerpo en la persona del Rey, quien, a cambio, encarnaba el poder del Estado. Pero el poder en posesión del Rey y del Estado derivaba en última instancia de una fuente trascendente: Dios, la Justicia Suprema o la Razón. La fuente trascendente que garantizaba el poder del Rey y del Estado también garantizaba el significado y la unidad de la sociedad: del pueblo. La sociedad, en consecuencia, era representada como una unidad sustancial cuya organización jerárquica descansaba sobre fundamentos absolutos.
Con la revolución democrática, empero, el poder estatal ya no se remite a una fuerza externa. Ahora deriva de «el pueblo» y se ubica en el seno de lo social. Pero con la desaparición de las referencias a un origen externo del poder también se desvanece el origen incondicional de la unidad social. El pueblo es la fuente del poder pero también él queda privado de su identidad sustancial en el momento democrático. Al igual que el Estado, el orden social no tiene fundamento. La unidad de la sociedad ya no se puede representar como una totalidad orgánica sino que es, en cambio, «puramente social»; por tanto, un misterio. Con la democracia sucede algo sin precedentes: que el lugar de donde el poder deriva su legitimidad es lo que Lefort llama «la imagen de un lugar vacío.» [8 «A mi modo de ver», escribe Lefort, «el punto importante es que la democracia se instituye y sostiene por la desaparición de las señales de certeza. Inaugura una historia en la que el pueblo experimenta una indeterminación fundamental en lo que respecta a la bases del poder, la ley y el conocimiento, así como acerca del fundamento de las relaciones entre uno mismo y el otro.» [9 La democracia alberga por tanto una dificultad en su seno. El poder emana del pueblo pero no pertenece a nadie. La democracia abole la referencia externa del poder y refiere el poder a la sociedad. Pero el poder democrático, para afirmar su autoridad, no se puede remitir a un significado inmanente a lo social. Al contrario, la invención democrática inventa algo más: el espacio público. El espacio público, siguiendo la argumentación de Lefort, es el espacio social donde, dada la ausencia de fundamentos, el significado y la unidad de lo social son negociados: al mismo tiempo que se constituyen se ponen en riesgo. Lo que se reconoce en el espacio público es la legitimidad del debate sobre qué es legítimo y qué es ilegítimo. Al igual que la democracia y el espacio público este debate se inicia con la declaración de derechos, privados también ellos, en el momento democrático, de una fuente incondicional. La esencia de los derechos democráticos se ha de declarar, no se posee. El espacio público implica una institucionalización del conflicto en la que, mediante una incesante declaración de derechos, el ejercicio del poder se cuestiona, lo cual, en palabras de Lefort, «tiene como resultado una impugnación controlada de las reglas establecidas.» [10
La democracia y su corolario, el espacio público, llegan a existir entonces cuando se abandona una positividad, la idea de que existe una fundamentación sustancial de lo social. La identidad social se torna un enigma y queda por tanto abierta a disputa. Empero, tal y como argumentan Laclau y Mouffe, este abandono significa también que la sociedad es «imposible», es decir, que es imposible concebir la sociedad como una entidad clausurada. [11 Puesto que sin una positividad subyacente el campo social se estructura mediante relaciones entre elementos que tampoco tienen identidades esenciales. La negatividad forma parte por tanto de cualquier identidad social, puesto que la identidad llega a existir tan solo a través de la relación con un «otro» y, en consecuencia, no puede ser plena por sí misma: «La presencia del “otro” me impide que yo sea totalmente yo mismo.» [12 La identidad está dislocada. Asimismo, la negatividad es parte de la identidad de la sociedad en su conjunto; ningún elemento de la sociedad puede por sí mismo unificarla ni determinar su desarrollo. Laclau y Mouffe utilizan el término antagonismo para designar la relación entre una entidad social y un «afuera constitutivo» que bloquea su conclusión. El antagonismo afirma y simultáneamente evita la clausura social, revelando la parcialidad y precariedad —la contingencia— de toda totalidad. El antagonismo es «la “experiencia” del límite de lo social.» [13 La imposibilidad de la sociedad no es una invitación a la desesperanza política sino el punto de partida —o «la “base” sin base»— de una política propiamente democrática. «La política existe porque existe subversión y dislocación de lo social», dice Laclau. [14
La lefortiana argumentación de este ensayo será que quienes defienden el arte público en el deseo de fomentar el crecimiento de una cultura democrática deben también partir de este punto. Unida a la imagen de un lugar vacío, la democracia es un concepto capaz de interrumpir el lenguaje dominante sobre la democracia que hoy nos engulle. Ahora bien, la democracia mantiene la capacidad de cuestionar continuamente el poder y pone en cuestión el orden social tan solo si no escapamos a la cuestión —la incertidumbre de lo social— que genera el espacio público en el corazón de la democracia. Instituido por la Declaración de los Derechos del Hombre el espacio público hace extensible a todos los seres humanos la libertad que Hannah Arendt llama «un derecho a tener derechos.» [15 El espacio público expresa, en palabras de Étienne Balibar, «la falta de límites que caracteriza a la democracia.» [16 Pero cuando la cuestión de la democracia se ve reemplazada por una identidad positiva, cuando sus críticos hablan en nombre de significados de lo social absolutos en vez de contingentes —es decir, políticos—, la democracia puede servir para imponer la aquiescencia con nuevas formas de subordinación.
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